Artículo de Antonio Tello en Mis (re)lecturas
En El libro de las maravillas (Ediciones Barataria, 2011), Fernando
Clemot hace una propuesta literaria tan arriesgada como ambiciosa en su
significación. El resultado es una novela sostenida por una sólida
narratividad a través de la cual surgen personajes agónicos que hacen de
su último aliento un canto a la vida.
En la escena final de Blade Runner, el replicante Roy Batty
(Rutger Hauer) después de evitar que Rick Deckard (Harrison Ford) se
precipite al vacío, se sienta con una paloma en sus manos y, mientras
llueve, le dice: «He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves
más allá de Orión, he visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la
puerta de Tanhauser...todos esos momentos se perderán como lágrimas en
la lluvia. Es tiempo de morir». Esta es precisamente la piedra angular
de El libro de las maravillas, de Fernando Clemot. La memoria de
lo vivido como huella única y fugaz de la existencia humana. Todo se
perderá cuando llegue la hora de morir.
Clemot construye su relato situando sus personajes en una isla, trasunto
del mundo, a la que apenas llegan ecos del exterior. Dicha isla es una
clínica de enfermos terminales que, a través de la mirada y las
vivencias del señor C., se enfrentan a sus días finales y hacen del
relato de determinadas experiencias y de la posibilidad de su escritura
un desesperado intento de encontrar un sentido a sus vidas, a sus
frustraciones y, sobre todo, de no perderse «como lágrimas en la
lluvia». Pero no es la película de Ridley Scott el punto de partida de
Clemot, sino el vínculo que Marco Polo establece en la cárcel de Génova
con otro preso llamado Rusticello de Pisa, a quien hace el relato de sus
viajes por Oriente. El libro de las maravillas.
El señor C., después de que se le diagnostica que tiene los días
contados y decide ingresar en la clínica para ser atendido debidamente,
hace un balance de su vida y constata que toda ella es una secuencia de
frustraciones. Pensándola como un relato, se le ocurre que si cambia el
final quizás logre dar con el sentido de su existencia. Es así como la
escritura surge como un modo de rehacer ese pasado no sólo a través de
sus recuerdos, sino también de los recuerdos de otros pacientes. Para
llevar a cabo su propósito, el señor C. adopta el papel de Rusticello,
un individuo que viaja a través de los viajes de otros que, como él,
ansían saldar cuentas con su pasado y con las culpas que arrastran y han
condicionado sus biografías.
La escritura se convierte así en el asidero fundamental de la memoria, la existencia que resiste la acción erosiva del tiempo y de la muerte. Pero, la escritura no es inocente y en su acontecer le revela al protagonista que el recordar es una forma de vaciarse, de ir hacia el «naufragio, a la luz que nos ilumina hacia la terca lucidez de la nada» y que él no es Rusticello como creía, sino «Marco Polo, un viajero que narraba para sí mismo [que trazaba vidas paralelas que le] hicieran olvidar lo gris que resultaba la real.» Pero, a pesar de este esfuerzo titánico, el señor C. no puede evitar lo inevitable y la memoria y la percepción de la realidad acaban antojándose elementos inestables y poco fiables a medida que sucumben ante la incertidumbre de la muerte. En este momento el lector, con su alma atravesada por un relámpago de verdad, cierra el libro como si cerrara tras él la puerta de la clínica, la puerta de una cárcel genovesa, donde un soldado pisano oye y escribe el relato de un aventurero veneciano que se resiste a morir.
La escritura se convierte así en el asidero fundamental de la memoria, la existencia que resiste la acción erosiva del tiempo y de la muerte. Pero, la escritura no es inocente y en su acontecer le revela al protagonista que el recordar es una forma de vaciarse, de ir hacia el «naufragio, a la luz que nos ilumina hacia la terca lucidez de la nada» y que él no es Rusticello como creía, sino «Marco Polo, un viajero que narraba para sí mismo [que trazaba vidas paralelas que le] hicieran olvidar lo gris que resultaba la real.» Pero, a pesar de este esfuerzo titánico, el señor C. no puede evitar lo inevitable y la memoria y la percepción de la realidad acaban antojándose elementos inestables y poco fiables a medida que sucumben ante la incertidumbre de la muerte. En este momento el lector, con su alma atravesada por un relámpago de verdad, cierra el libro como si cerrara tras él la puerta de la clínica, la puerta de una cárcel genovesa, donde un soldado pisano oye y escribe el relato de un aventurero veneciano que se resiste a morir.
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