lunes, 19 de julio de 2010

MIRO LAS DOS FOTOS QUE TOMÉ EN EL WRITERS, DE FERNANDO CLEMOT



MIRO LAS DOS FOTOS QUE TOMÉ EN EL WRITERS
de Fernando Clemot

Relato aparecido en el número 40 de la revista Calidoscopio.



No me sentí más escritor al salir de allí.
Entrar en el Dublin Writers Museum había sido una equivocación y una tomadura de pelo, Raúl me dijo que hubiera sido mejor invertir los cuatro euros tomando una pinta en el Mulligan que entrando allí y a mi pesar tuve que darle la razón. Desde la acera de Mountjoy el museo era una finca victoriana más, con su escalerita, no demasiado grande y con la parte de abajo tapiada. Pagamos en la primera planta, no había nada, y arriba una continuación del desencanto. Olía a polilla y el parqué estaba gastado. Los aparadores eran viejos, posiblemente traídos de otro destino, y estaban bastante despoblados: cuatro legajos, algunas fotos, primeras ediciones de algunos libros de Kavanagh y O’Brien, y la máquina de escribir que había lanzado Behan por la cristalera del pub cansado de no poder escribir una línea.
Poco saqué de allí. Cuando vi que la exposición ocupaba lo que abarcaba mi vista me entretuve mirando un ejemplar de Melmoth el errabundo, pero no era primera edición si no una de finales del XIX bastante curiosa, con las guardas ya muy sueltas. Raúl estaba impaciente y me dijo que me esperaba en el bar de enfrente. Me estaba poniendo frenético. Le dije que fuera a tomarse la condenada cerveza que yo no tardaría. En el tiempo en que estuve solo haciendo tiempo fue cuando vi aquellas fotos de Behan. Estaban junto a un carné del gremio de pintores pero me seguían atrayendo aquellas fotos. Con la cámara del móvil traté de sacarlas. Miré el resultado, habían salido mal, como ahumadas por el reflejo de la luz en el cristal.
No me demoré más. En la primera planta vendían recuerdos y todavía tuve el humor de comprar un póster enorme, de casi un metro cuadrado que bajo el título de Ireland’s Writers mostraba el perfil y una breve biografía de todos los escritores célebres nacidos en la isla. Allí están Moore, Synge, Swift, un Kavanagh desconocido, absolutamente sereno, Carlo me dijo que tenía una retirada a Harold Lloyd sin su canotié, también estaba el divino Yeats, O’Casey, también los que huyeron de la miseria de Dublín en cuanto pudieron: Joyce, Stoker, Bernard Shaw, Beckett, Wilde… Me sentí estúpido con aquel souvenir, como los turistas que visitan la fábrica de la Guinness. Todavía conservo en casa el cartel enmarcado, es enorme, no puedo sujetarme y lo mido, ciento cinco centímetros de alto por setenta de ancho, está estirado en el suelo junto a un puzzle enmarcado, el cuadro de los escritores pesa lo suyo con el marco, lo pongo de pie contra la estantería de libros, es muy delicado, lo apoyo, es como ayudar a un anciano a levantarse después una caída. Tiene un diseño antiguo el cartel, con su fondo color madera de biblioteca, tiene marcas atrás hechas con lápiz y también algún arañazo, se ha colgado y descolgado de todos los despachos en los que he estado. Aquel día el condenado cartel se paseó por todo Dublín.
Fuera esperaba Raúl que me puso mala cara. Se había tomado dos cervezas y me dijo que no había forma de encontrar chocolate pero que había hablado con Carlo y que le ha puesto en contacto con un camello, un tal Derrick, no vive en el centro pero es de fiar, Carlo le ha dicho que es lo mejor que podemos encontrar por aquí, hay que ir a en un barrio de las afueras con mala fama, Ballymun, cerca del aeropuerto. Me enseña el papelote con la dirección y el teléfono, Balcurris Road, 7. 2nd. 675-694-1. Cogimos un autobús que nos dejó frente a un Hilton que hacía servicio al personal de las terminales. Antes de cruzar la autovía nos tomamos alguna cerveza más en un libanés. Se había hecho de noche y había pocas luces en aquel barrio del demonio. Llegamos al número siete. Soplaba el viento. Fincas que parecen calaveras con sus bocas huecas. En la escalera huele a cocido y a ropa sucia. Derrick no está, nos dice una chica pelirroja con una niña en brazos, le decimos que venimos de parte de Carlo, lo podéis encontrar en este bar. Todo parece sucio y agradezco volver al centro. El póster es enorme, incómodo y no sé cómo llevarlo en el autobús.
Raúl no dice nada. Está de un humor de perros y no mejorará hasta que no encuentre lo que busca. Miro las fotos que tomé en la vitrina. En la primera está Behan abrazado a un cómico norteamericano, un tal Jackie Gleason, una estrella de los primeros años de la televisión. En la etiqueta indica que la foto es de 1960. Behan sólo tenía treinta y siete años y debía estar muy enfermo. Está embotado, rojo y el gordo de Gleason a su lado, con su bigote de cínico, se diría que riéndose del escritor borracho.
Guardo el móvil. Pasamos otra vez cerca de Dame Street y Grafton, delante está Saint Stephen’s Green y en la entrada el Arco de los Fusileros, una especie de Arc de Triomphe en pequeño, dedicado a los fusileros de las compañías irlandesas que perdieron la vida en la guerra de los Bóers. Hacia el sur y hasta Grand Canal empieza el Dublín Georgiano: Kildare, Merrion, Fitzwilliam, Dawson… El otro día paseamos con Carlo por allí. En Baggot, en el número veinticuatro, vivió el duque de Wellington, el héroe de Waterloo y la campaña de España, antes de irse a estudiar a Eton. Miro a Raúl. Lo prueba otra vez: 675-694-1 y el teléfono que no suena. El duque. La ciudad le debe poco al gran hombre, quizá una de sus frases más repulsivas: “Nacer en un muladar no te convierte en un asno.” o tal vez hizo la comparación con un mulo o con un cerdo y su pocilga pero fue algo así.
Los protestantes invasores siempre despreciaron a la ciudad rebelde: en el XVII los exterminaron con Cromwell y enviaron a miles de católicos hacia el oeste, al hambre de las “badlands”, se les prohibió el acceso a la universidad y se les quitó el patronímico a sus apellidos. En el 1847 llegó la hambruna de la patata, la emigración y el uso como carne de cañón en las guerras coloniales. Se dice que tras la batalla del Marne todas las ventanas de los Liberties se llenaron de paños y crespones negros por los soldados muertos en Francia. Una matanza de siglos. A principios del XIX la isla tenía ocho millones de habitantes y Dublín era la segunda ciudad del Imperio: al firmarse la Independencia apenas superaban los dos millones y era el país más pobre de Europa. Luego llegó Michael Collins y soltó la frasecita pero su sentencia llegó también tarde. Los escritores nacían en el muladar y huían en seguida de aquel erial: Joyce, Wilde, Shaw, Stoker, la ciudad era una copia del Dublin Writers, el suelo gastado del Dublin Writers es el metro patrón, el metro de platino e iridio que hay en Sevrès, es la medida perfecta para entender todo, mide Dublín y también mide a Irlanda. Antes de cualquier medida, antes del Writers llegó el horror, hubo una matanza concienzuda, maquinal y caníbal. Un holocausto estúpido y gamberro, de instituto a instituto, sin odio ni piedad. Una obra salvaje y perfecta que debía ser asignatura preferente para los cerebritos del Trinity.
Llevábamos dos semanas allí. La tercera noche Raúl se fue con una borracha que conoció en Nichol’s. Olía a alcohol y se paró a orinar cerca la valla del Trinity. Vivía más allá del hospital de Combee. Yo los acompañé hasta Francis Street y allí los perdí de vista. Los Liberties crecieron allí, nacen en Saint Patrick y Saint Audden durante mucho tiempo fueron los barrios obreros, dieron carne a la revolución y sangre a los regimientos reales de fusileros Una de las primeras noches tomamos unas cervezas debajo del arco, Fortissimis suis militibus hoc monumentum eblana dedicavit MCMVII. Hartshill, Ladysmith, Talana, Colenso, Tulega Heights, Laings Nekpero, bla, bla, bla, en los cerros polvorientos del Transvaal se quedaron tirados con su tambor y sus gaitas, también recuerdo sus estandartes de muerte en Saint Patrick, ya no hay obreros ni pañuelos negros que señalen el luto, los Liberties se han aburguesado y están llenos de lofts y cámaras de videovigilancia, de yuppies y de gilipollas con oficina en O’Connell.
En tránsito por Merrion los policías que hay frente a la Leinster House nos miran con desconfianza. Oscar Wilde también vivió en Merrion, como Yeats, el Divino, que vivió en el número 52 y luego en el 82. Dicen que una noche llevaron al poeta a un pub, el Divino nunca había estado en un bar y al poco rato se marchó sofocado diciendo: “Ya he conocido uno y no me gusta, ¿podemos volver a casa?” Irlanda es la tierra de las anécdotas y de los chistes fáciles. Toda su historia se podría contar con dos docenas de ellos. Yeats no debía ser irlandés, era suave como una pluma, su mundo lo amartillaba una biblioteca y el espectro de la Blavatsky, oscuridad y cerrazón, como las Martello Towers vigilaban la ciudad, las Martello tienen forma de flan Dhul, de mastaba y de castillo de arena, las Martello son las guardianas del Imperio y de los remolcadores de Dun Laoghaire. En una las Martello vivió Joyce en 1904 y también en su interior Stephen Dedalus se pelea con Buck Mulligan, no sé por qué celebran el Bloomsday, Joyce fue otro de los que se largó en cuanto pudo, lo disfrazó de algo existencial y sufrido pero le dio la espalda a todo esto a las primeras de cambio, le faltaban pelotas y prefirió el sol helado de Trieste y Suiza a la niebla del Liffey.
Comienza a llover y seguimos sin encontrar al jodido Derrick. El Cementerio de los Hugonotes tiene el tamaño de las cocinas de los apartamentos apareados de Francis Street, en el número ciento veinticinco estaba el de Carlo que no era uno más de aquellos yuppies pero sí tenía una beca en el Trinity. Debí ser un mal compañero. Las ventanas siempre hasta arriba. Sudaba por las noches el alcohol y roncaba. A su amiga gallega le gustaba desnudarse a oscuras, hacía ver que le daba lo mismo pero exhibía los piercings de sus pezones. Era pequeña y bonita, el pecho firme y cargado. Los aros le cerraban como una cancela sus areolas negras, los aros eran el metal, la defensa, eran las Martello Tower de sus pechos. Era de El Ferrol y me reía con ella. Tenía el pelo rapado como un chico y los ojos negros, le gustaba ponerse ropa militar del mercadillo de Thomas Street.
Se hace tarde y aparece el ansia. En el bar de Meath Street no había nadie pero nos han dicho que ha marchado hace poco. 675-694-1, dos veces, comunica. Derrick contesta al fin y nos encontramos con él en un bar cerca del Museo Judío. Nos enseña una pieza del tamaño de un cacahuete. Me la acerco a la nariz. No huele absolutamente a nada, tal vez a canela, pero Raúl no quiere echarse atrás. Entra al lavabo con Derrick para acabar de hacer el reparto. El camarero no dice nada: están cerrando. Me quedo en la barra, el póster está arrugado por la parte en que suelo cogerlo y uno de los extremos está sucio. Abro el móvil y miro la segunda foto, la peor de las dos. Behan está junto a un presentador de radio. Se diría que están en un escenario o en una tarima. Behan está desencajado, se diría que a punto de caer hacia delante, se sujeta con el micrófono, parece que hable con el público. La ropa está sucia y arrugada. Tiene un cerco de sudor en las axilas y orina en los pantalones. La foto es de la época de las grandes borracheras junto a O’Brien y Kavanagh, de las apuestas y las anécdotas frívolas, de las pasadas en McDaid’s, cuando ya no había vuelta atrás.
Salimos del pub y caminamos hasta el Canal. Fumamos mirando el agua. A lo lejos se ve la estatua de Kavanagh, sentado como nosotros, mirando las aguas que irán a morir al Liffey. De vuelta hacia casa le toco el hombro como si fuera un buen amigo. Está helado. Le doy una calada larga y pienso en lo ridículo de aquella estatua.
Sudaba. Ni mejor ni peor. No me sentí mejor escritor al salir de allí.

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