Sobre Miguel Ángel Asturias
por Fernando Clemot
Al guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) se le considera el principal creador del “realismo mágico”, movimiento acuñado ya en los años cuarenta, y que luego influiría de forma decisiva en autores posteriores como Alejo Carpentier, Juan Rulfo o Gabriel García Márquez.
La trayectoria de Asturias no parecía destinada a la literatura y tras su paso por la universidad y de acceder a la carrera de notario y posteriormente diplomática todo indicaba que sería el mundo de las leyes en el que iba a acomodarse. Es entonces, cuando todavía muy joven crea la Universidad Popular, en 1922, de la que será primer rector y donde ya da las primeras muestras de su irrenunciable vocación literaria.
Pocos años después se publican sus Leyendas de Guatemala (1930) libro de relatos en los que ya aparecen los temas y el estilo que caracterizaría su obra posterior en novela ( destacamos El señor Presidente, en 1946, y Hombres de maíz, en 1949). En Leyendas ya aparece la presencia de la mitología maya y popular, el enfrentamiento entre las cosmovisiones precolombinas y colonizadora y cierto aliento del Surrealismo que siempre matizó en su obra. La obra de Miguel Ángel Asturias sería ampliamente reconocida en vida y sería el primer hispanoamericano galardonado con el Premio Nóbel de Literatura, en el año 1967.
Adjuntamos un fragmento de uno de los cuentos, Ahora que me acuerdo, de su libro de cuentos más célebre: Leyendas de Guatemala. En él podemos distinguir las cualidades narrativas de Asturias, también la naturaleza y el poso de la civilización maya que reproduce un universo mítico, natural que se mezcla con la vida cotidiana de las clases más humildes. El texto está lleno de sonoridades que en algún momento enlazan con el Surrealismo, del que es deudor, y el Modernismo de Darío.
Ahora que me acuerdo
Los Güegüechos de gracia José y Agustina, conocidos en el pueblo con los diminutivos de Don Chepe y la Niña Tina hacen la cuenta de mis años con granos de maíz, sumando de uno en uno de izquierda a derecha, como los antepasados los puntos que señalan los siglos en las piedras. El cuento de los años es triste. Mi edad les hace entristecer.
—El influjo hechicero del chipilín —habla la Niña Tina— me privó de la conciencia del tiempo, comprendido como sucesión de días y de años. El chipilín, arbolito de párpados con sueño, destruye la acción del tiempo y bajo su virtud se llega al estado en que enterraron a los caciques, los viejos sacerdotes del reino.
—Oí cantar —habla Don Chepe— a un guardabarranca bajo la luna llena, y su trino me goteó de mielita hasta dejarme lindo y transparente. El sol no me vido y los días pasaron sin tocarme. Para prolongar mi vida para toda la vida, alcancé el estado de la transparencia bajo el hechizo del guardabarranca.
—Es verdad —hablé el último—, les dejé una mañana de abril para salir al bosque a la caza de venados y palomas, y, ahora que me acuerdo, estaban como están y tenían cien años. Son eternos. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de los campos.
Salí del pueblo muy temprano, cuando por el camino amanecía sobre las cabalgatas. Aurora de agua y miel. Blanca respiración de los ganados. Entre los liquidámbares cantaban los cenzontles. La flor de las verbenas quería reventar. Entré al bosque y seguí bajo los árboles como en una procesión de patriarcas. Detrás de los follajes clareaba el horizonte con oro y colores de vitral. Los cardenales parecían las lenguas del Espíritu Santo. Yo iba viendo el cielo. Primitivo, inhumano e infantil, en ese tiempo me llamaban Cuero de Oro, y mi casa era asilo de viejos cazadores. Sus estancias contarían, si hablasen, las historias que oyeron contar. De sus paredes colgaban cueros, cornamentas, armas, y la sala tenía en marcos negros estampas de cazadores rubios y anima les perseguidos por galgos.
Cuando yo era niño, encontraba en aquellas estampas que los venados heridos se parecían a San Sebastián. Dentro de la selva, el bosque va cerrando caminos. Los árboles caen como moscas en la telaraña de las malezas infranqueables. Y a cada paso, las liebres ágiles del eco saltan, corren, vuelan.
por Fernando Clemot
Al guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) se le considera el principal creador del “realismo mágico”, movimiento acuñado ya en los años cuarenta, y que luego influiría de forma decisiva en autores posteriores como Alejo Carpentier, Juan Rulfo o Gabriel García Márquez.
La trayectoria de Asturias no parecía destinada a la literatura y tras su paso por la universidad y de acceder a la carrera de notario y posteriormente diplomática todo indicaba que sería el mundo de las leyes en el que iba a acomodarse. Es entonces, cuando todavía muy joven crea la Universidad Popular, en 1922, de la que será primer rector y donde ya da las primeras muestras de su irrenunciable vocación literaria.
Pocos años después se publican sus Leyendas de Guatemala (1930) libro de relatos en los que ya aparecen los temas y el estilo que caracterizaría su obra posterior en novela ( destacamos El señor Presidente, en 1946, y Hombres de maíz, en 1949). En Leyendas ya aparece la presencia de la mitología maya y popular, el enfrentamiento entre las cosmovisiones precolombinas y colonizadora y cierto aliento del Surrealismo que siempre matizó en su obra. La obra de Miguel Ángel Asturias sería ampliamente reconocida en vida y sería el primer hispanoamericano galardonado con el Premio Nóbel de Literatura, en el año 1967.
Adjuntamos un fragmento de uno de los cuentos, Ahora que me acuerdo, de su libro de cuentos más célebre: Leyendas de Guatemala. En él podemos distinguir las cualidades narrativas de Asturias, también la naturaleza y el poso de la civilización maya que reproduce un universo mítico, natural que se mezcla con la vida cotidiana de las clases más humildes. El texto está lleno de sonoridades que en algún momento enlazan con el Surrealismo, del que es deudor, y el Modernismo de Darío.
Ahora que me acuerdo
Los Güegüechos de gracia José y Agustina, conocidos en el pueblo con los diminutivos de Don Chepe y la Niña Tina hacen la cuenta de mis años con granos de maíz, sumando de uno en uno de izquierda a derecha, como los antepasados los puntos que señalan los siglos en las piedras. El cuento de los años es triste. Mi edad les hace entristecer.
—El influjo hechicero del chipilín —habla la Niña Tina— me privó de la conciencia del tiempo, comprendido como sucesión de días y de años. El chipilín, arbolito de párpados con sueño, destruye la acción del tiempo y bajo su virtud se llega al estado en que enterraron a los caciques, los viejos sacerdotes del reino.
—Oí cantar —habla Don Chepe— a un guardabarranca bajo la luna llena, y su trino me goteó de mielita hasta dejarme lindo y transparente. El sol no me vido y los días pasaron sin tocarme. Para prolongar mi vida para toda la vida, alcancé el estado de la transparencia bajo el hechizo del guardabarranca.
—Es verdad —hablé el último—, les dejé una mañana de abril para salir al bosque a la caza de venados y palomas, y, ahora que me acuerdo, estaban como están y tenían cien años. Son eternos. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de los campos.
Salí del pueblo muy temprano, cuando por el camino amanecía sobre las cabalgatas. Aurora de agua y miel. Blanca respiración de los ganados. Entre los liquidámbares cantaban los cenzontles. La flor de las verbenas quería reventar. Entré al bosque y seguí bajo los árboles como en una procesión de patriarcas. Detrás de los follajes clareaba el horizonte con oro y colores de vitral. Los cardenales parecían las lenguas del Espíritu Santo. Yo iba viendo el cielo. Primitivo, inhumano e infantil, en ese tiempo me llamaban Cuero de Oro, y mi casa era asilo de viejos cazadores. Sus estancias contarían, si hablasen, las historias que oyeron contar. De sus paredes colgaban cueros, cornamentas, armas, y la sala tenía en marcos negros estampas de cazadores rubios y anima les perseguidos por galgos.
Cuando yo era niño, encontraba en aquellas estampas que los venados heridos se parecían a San Sebastián. Dentro de la selva, el bosque va cerrando caminos. Los árboles caen como moscas en la telaraña de las malezas infranqueables. Y a cada paso, las liebres ágiles del eco saltan, corren, vuelan.
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