por Hamid Atif
"Vive sólo para ti, si pudieras; pues sólo para ti, si mueres, mueres"
Arte de bien morir y breve confesionario. Anónimo.
Cuando el autobús de línea cruzaba el puente sobre el río Tahaddart, producía aquel sonido que siempre resultaba de lo más parecido al de un viejo tren.
Sólo entonces sentía estar a las puertas de casa.
En ese mismo instante en el cual mi pensamiento se centraba - cada vez más - en lo lejano y cercano que estaba del lugar donde transcurrió buena parte de mi infancia, el conductor del autobús había irrumpido de forma precipitada y rápida en el puente sobre el río Tahaddart.
La anciana sentada a mí lado sujetando una bolsa de lino a su pecho, lanzó entonces una mirada cuestionadora hacia delante y otra hacia mí, como quien busca explicaciones, mostró su extrañeza levantando unas cejas pobladas y blancas, quizás como constatando mi excesiva calma. De pronto el inenterrumpido ruido del claxon de nuestro autobús, al mismo tiempo que presenciabamos el baile que ejecutaban sus ruedas y frenos sobre la carretera. Los viajeros de la parte delantera que se agarraban a los respaldos de sus asientos, gritaban: ¡Dios, Dios! Los de atrás se habían puesto de pie, mirando hacia delante, sin dejar de sujetarse, mientras el autobus seguía siendo lanzado hacia delante como un cohete.
Ahora son todos: ¡Dios, Dios santo!
Yo sin embargo apenas miraba por la ventana.
La gran sacudida que nos sobrevino después de que el autobús chocase contra el borde del puente sobre el río Tahaddart, hizo desaparecer a la anciana como por arte de magia, y cuando quise darme cuenta de lo que ahí sucedía sentí aquel vacío en las tripas, semejante a cuando un avión despega, más irregular, más violento quizás, y sobrevolamos el río...
El agua del río, fría y algo salada, trataba de consolar las heridas producidas por el choque y los cristales que un instante atrás habían volado como flechas, cuando desde el interior del autobús que aún se removía como una res sacrificada, contemplaba yo una escena poco habitual; pasajeros y sus pertinencias, pedazos de asientos de madera y una enorme rueda, flotábamos en el interior del autobús como peces mareados.
Ocurrió todo tan deprisa, aquella mañana nublada de invierno, a la vez que muy lentamente, como cuando uno contempla desde la ventana de un tren el paso de los árboles.
Algunos pasajeros aún podían gritar: Dios, Dios mío...
Recuerdo que supe cuanta inútil deseperación había en el clamor de sus gritos.
Sentía entonces una dulce somnolencia.
Yo, moría.
Bajo el puente sobre el río Tahaddart.
Sólo entonces sentía estar a las puertas de casa.
En ese mismo instante en el cual mi pensamiento se centraba - cada vez más - en lo lejano y cercano que estaba del lugar donde transcurrió buena parte de mi infancia, el conductor del autobús había irrumpido de forma precipitada y rápida en el puente sobre el río Tahaddart.
La anciana sentada a mí lado sujetando una bolsa de lino a su pecho, lanzó entonces una mirada cuestionadora hacia delante y otra hacia mí, como quien busca explicaciones, mostró su extrañeza levantando unas cejas pobladas y blancas, quizás como constatando mi excesiva calma. De pronto el inenterrumpido ruido del claxon de nuestro autobús, al mismo tiempo que presenciabamos el baile que ejecutaban sus ruedas y frenos sobre la carretera. Los viajeros de la parte delantera que se agarraban a los respaldos de sus asientos, gritaban: ¡Dios, Dios! Los de atrás se habían puesto de pie, mirando hacia delante, sin dejar de sujetarse, mientras el autobus seguía siendo lanzado hacia delante como un cohete.
Ahora son todos: ¡Dios, Dios santo!
Yo sin embargo apenas miraba por la ventana.
La gran sacudida que nos sobrevino después de que el autobús chocase contra el borde del puente sobre el río Tahaddart, hizo desaparecer a la anciana como por arte de magia, y cuando quise darme cuenta de lo que ahí sucedía sentí aquel vacío en las tripas, semejante a cuando un avión despega, más irregular, más violento quizás, y sobrevolamos el río...
El agua del río, fría y algo salada, trataba de consolar las heridas producidas por el choque y los cristales que un instante atrás habían volado como flechas, cuando desde el interior del autobús que aún se removía como una res sacrificada, contemplaba yo una escena poco habitual; pasajeros y sus pertinencias, pedazos de asientos de madera y una enorme rueda, flotábamos en el interior del autobús como peces mareados.
Ocurrió todo tan deprisa, aquella mañana nublada de invierno, a la vez que muy lentamente, como cuando uno contempla desde la ventana de un tren el paso de los árboles.
Algunos pasajeros aún podían gritar: Dios, Dios mío...
Recuerdo que supe cuanta inútil deseperación había en el clamor de sus gritos.
Sentía entonces una dulce somnolencia.
Yo, moría.
Bajo el puente sobre el río Tahaddart.
4 comentarios:
La clásica encomienda hacia algo superior. Un buen relato, apropiado para estas fiestas repletas de religiosidad atea.
Feliz año
Los ateos tambien mueren, si eso lo sabemos. Pero incluso en literatura hace falta un poco de respeto a los valores universales como la fe.
Encuentro de mal gusto reirse de la fe los otros y mucho menos en circunstancias como las que describe. pero el nombre del autor ya lo justifica todo.
Me parece que la intención del autor no era reírse pero es muy respetable tu opinión.
En cuanto a lo del nombre del autor, con todos los respetos, no le encuentro ningún sentido a lo que dices. Muy mal. No es lógico ni apropiado.
el autor del relato ojeaba el blog de su amigo Fernando Clemot, y al leer ese comentario anónimo de arriba "el nombre del autor ya lo justifica todo" me he hartado de reir, no me esperaba algo tan original, del mismo modo que no sabía que mi nombre podía justificar cosas.
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