viernes, 2 de septiembre de 2011

FRAGMENTO DE "EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS", EN OCTUBRE EN BARATARIA EDICIONES

 
     ...Lo de Martinho pasó hace cosa de un mes. 
    Era bastante mayor, quizá diez años más que yo, y había vivido toda su vida en un pueblucho cerca de Elvas. Martinho estaba calvo como un sanantonio. No se despertaba tan pronto como yo pero también le gustaba madrugar. Solía aparecer a eso de las ocho menos cuarto por la puerta emplomada y coincidíamos un rato solos con Bridoso, antes de que llegaran los médicos y los enfermeros que no dormían en la clínica, antes del desayuno y las visitas. Pasaba un rato agradable con Martinho. 
    Conocía bien los pájaros y las siembras. Esta semana plantábamos la remolacha, me decía, hace más de un mes que no llueve y así no levanta la mies. Me explicó también la forma de recoger el azafrán y a qué buey había que vigilar para que no se te moviera la yunta. Había sido cazador, un buen cazador de zorros, de liebres y de jabalíes, pero nunca le había tirado a un pájaro. En aquellos amaneceres encarnados situé alguna vez a Martinho en el Ángelus de Millet. 
    Tenía una forma especial de entender su ingreso, el atardecer, los mediodías al sol en las tumbonas. La terraza de la clínica Dantas era entonces para Martinho un observatorio desde donde podía vigilar la naturaleza. Las últimas dos semanas empeoró y apenas salía ya de la habitación. Lo fui a ver alguna vez con Filipe y Bridoso. Apenas asomaba la cabeza de las sábanas y le costaba hablar. 
    En una de aquellas visitas oyó cantar a un pájaro en el jardín y nos señaló con el dedo su oído para que atendiéramos. Sonreía. Tenía los tendones del cuello marcados como hilos de bramante, el color muy apagado y los ojos hundidos. Ese mismo día lo cambiaron al pabellón de críticos y ya supimos que no volveríamos a verlo. 
    Aquella misma tarde llamaron a un hijo que vivía en la ciudad. Llegaron él y su mujer cuando oscurecía y aparcaron en la parte de atrás, donde suele dejar Andrade su Mercedes. Desde mi ventana no se ve el jardín aunque los vi desde la ventana de la sala de estar: cruzaron el jardín y la gravera sin detenerse, con la cabeza baja. No llegamos a conocer a su hijo y supimos al día siguiente que Martinho había muerto aquella noche.
    Desde entonces cuando oigo cantar a un pájaro en el jardín le presto una atención especial. Cierro los ojos e imagino que en su canto queda algún poso de Martinho; algún resabio nuestro debe quedar en lo que más apreciamos, virutillas ínfimas de ser flotando por ahí, poco desde luego, como el jamón en las sopas claritas que nos prepara Estrella.
 
                            Fernando Clemot, 2011©

5 comentarios:

Isabel Mª dijo...

Me encantó todito, pero la imagen final de las virutillas de jamón en una sopa clarita, es genial!

Elena Casero dijo...

¡qué bien escribes!

que ganas tengo de leer el libro.

Un abrazo

FERNANDO CLEMOT dijo...

Gracias, guapas, a ver si nos vemos muy pronto. Un beso muy, muy grande.

Eduardo Torralvo dijo...

Es un buen comienzo. Pide no parar de leer hasta el final. Aprovecho para decir que me gustó Estancos del Chiado y me gustará tambien éste. Saludos.

FERNANDO CLEMOT dijo...

Gracias,Eduardo. Un abrazo.