miércoles, 3 de febrero de 2010

ARTÍCULO DE NOEMÍ MONTETES SOBRE LA GENERACIÓN AFTERPOP


UNA REFLEXIÓN SOBRE LA NARRATIVA DE LA “GENERACIÓN AFTERPOP”

La literatura actual interesa. Interesa mucho. Para comprobarlo, no hay más que asomarse a los últimos números de las principales revistas culturales de este país, así como a sus suplementos literarios más destacados, sin olvidar, por supuesto, el eco inmediato que un asunto tan candente encuentra en los blogs –o en las bitácoras, como prefiere la RAE- más concurridos. Y es que cómo nos gusta polemizar, canonizar, subir y bajar del pedestal a unos y a otros a golpes de crítica enfervorizada y/o desafortunada. El mundo cambia demasiado deprisa, las generaciones, los gustos literarios tienden a sucederse con excesiva celeridad: todavía no se ha bajado una del podio que ya pugna otra por sucederla. ¿Qué es lo que ocurre? O planteémoslo de un modo distinto, quizá más acertado: ¿es esto realmente lo que está sucediendo?
Veamos lo que ocurre en el campo de la narrativa. Recientemente, al calor de la aparición de dos obras especialmente fundacionales, se ha fraguado un nuevo marbete, la llamada “generación nocilla” o “generación afterpop”. Las dos obras en cuestión son la novela Nocilla dream, de Agustín Fernández Mallo (Candaya, 2006), y el ensayo Afterpop. La literatura de la implosión mediática, de Eloy Fernández Porta (Berenice, 2007). Pero nos equivocaríamos si pensásemos que estamos ante una tendencia que acaba de empezar, porque no es así, ya que muchos de los autores que forman parte de este grupo fundacional ya hace la friolera de una década que andan haciendo sus pinitos en el mundo de las letras, e incluso algunos de ellos –el “grupo de Barcelona”, por ponernos academicistas- se conocen desde bastante antes de esa fecha. ¿Y quiénes lo constituyen? La nómina es amplia. Entre los que se han ido añadiendo desde sus inicios hasta el día de hoy podemos contar con –por orden cronológico- los siguientes: Germán Sierra (1960), Juan Francisco Ferré (1962), Agustín Fernández Mallo (1965), Montero Glez (1965), Julián Rodríguez (1968), Manel Zabala (1968), Vicente Luis Mora (1970), Javier Fernández (1970), Doménico Chiappe (1970), Lolita Bosch (1970), Josan Hatero (1970), Mercedes Cebrián (1971), Kiko Amat (1971), Hernán Migoya (1971), Gabi Martínez (1971), Héctor Bofill (1973), Álvaro Colomer (1973), Javier Calvo (1973), Isaac Rosa (1974), Eloy Fernández Porta (1974), Milo Krmpotic (1974), Mario Cuenca Sandoval (1975), Harkaitz Cano (1975), Jorge Carrión (1976) y Robert Juan-Cantavella (1976). Y es probable que me deje algún nombre en el tintero.
De hecho, por lo que se refiere a Eloy Fernández Porta (quien no sólo ejerce de creador sino también de crítico de cabecera –últimamente se ha sumado a este doble papel Vicente Luis Mora-), conviene aclarar que el citado Afterpop no es el primer ensayo que publica en formato libro en el que trata de dar carta de naturaleza a las directrices estéticas del grupo. En 2004 editó la antología de relatos Golpes. Ficciones de la crueldad social, en cuyo prólogo esbozaba una teoría programática en la que, entre otros aspectos, sostenía que convenía un cambio por la vía del realismo social más violento y áspero. No obstante, su apuesta más ambiciosa hasta el día de hoy es la propuesta en Afterpop, donde propone integrar la estética poppy, la cultura de masas y de los medios de comunicación –no en vano esta última generación de autores es la más familiarizada con la world wide web, los blogs, los audiovisuales, las nuevas formas de expresión y manifestaciones artísticas más punteras e iconoclastas, la publicidad, los cómics, el ciberpunk, el videoarte y un largo etcétera-, con la cultura más académica y erudita. Y todo ello expuesto con un punto de ironía y un mucho de imaginación que convierte este ensayo en un libro de referencia si queremos adentrarnos por las sendas de esta nueva narrativa.
Pero retomemos el hilo de las preguntas aventuradas unos párrafos más arriba: ¿nos encontramos realmente frente a una generación? Y si es así: ¿asume esta algo tan propio de toda generación emergente, como es intentar derribar del pedestal a la anterior? La respuesta nos llevaría muy lejos, a replantearnos cada cuánto se sucede una generación, pero lo cierto es que desde que lo estableciese Petersen ha llovido mucho y el tiempo corre ahora mucho más deprisa que entonces. Por otro lado, en realidad estos autores no se están enfrentando contra escritores mucho mayores, sino prácticamente coetáneos (los que se dieron a conocer hace aproximadamente diez o quince años –en los noventa- tienen aproximadamente su edad o se llevan con ellos apenas cinco años); es decir: para alcanzar una cierta notoriedad no van a tener que matar al padre, sino, en todo caso, al hermano mayor.
Pero, además, a la hora de analizar las relaciones entre este grupo de escritores más o menos inéditos de veinte y pico a cuarenta años, y el medio en el que surgen, conviene tener presentes ciertas cuestiones, como por ejemplo: ¿de qué salidas disponen o qué deben hacer a la hora de darse a conocer, ante la existencia de un mercado saturado de novedades de todo tipo en el que continúan publicando con éxito autores de treinta y pico hasta más de ochenta años, todos ellos reconocidos por crítica y público? ¿En un país, además, con los principales premios literarios copados –porque en lugar de aventurarse a descubrir talentos prefieren vender ejemplares, de modo que apuestan sobre seguro, a caballo maduro y ganador-? ¿Y en el que, en fin, las editoriales no suelen arriesgar en exceso con los autores noveles? Pues hacer aquello a lo que durante décadas se han dedicado los escritores jóvenes desde que el mundo es mundo, con escasas variaciones: sólo hace falta echar un poco la vista atrás para darse cuenta. Pongamos un ejemplo de lo más básico: los señoritos del 27 no dudaron en sacar a la luz sus textos en diversas revistas que apenas duraban uno o dos números -aunque también colaboraron en algunas que alcanzaron una mayor vida-; con la excusa del homenaje a Góngora montaron un acto-reunión generacional que daría carta de identidad al grupo en el salón de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, en Sevilla (porque no pudo celebrarse en el Ateneo, por mucho que todo el mundo se obstine en citarlo mal); y, finalmente, para acabar de rizar el rizo, Gerardo Diego publicó la célebre antología Poesía española contemporánea (1932 y 1934) (hubo más actos, más encuentros, así como manifiestos, pero los acontecimientos decisivos e históricos por excelencia fueron estos).
Con diversas variantes, a lo largo de las décadas posteriores, nos encontramos con que la única salida que le resta a todo escritor novel que pretende hacerse visible (en un momento en el que la generación literaria anterior todavía se halla en la cresta de la ola) consiste en aliarse con otros tantos en su misma situación, con los que presente una serie de similitudes estéticas –y generalmente con los que mantenga una relación de amistad-, y con los que finalmente se apreste a fundar una revista, suscribir un manifiesto, organizar un acto generacional, promocionar una antología poética o, en su defecto, un ensayo de cabecera que les otorgue carta de naturaleza… Con variaciones, esto es lo que de nuevo encontramos –siguiendo el hilo de la historia de la literatura española-, en generaciones posteriores al 27, con escritores más o menos reunidos alrededor de revistas como Espadaña, Cántico, Postismo o tantas otras; antologías como la de Ribes o las diversas de Castellet; encuentros como el de Coulliure –y su fotografía histórica-; o ensayos como el de Carme Riera –y su fotografía histórica-…
Y ahora trasladémonos al grupo que nos ocupa: ¿acaso –salvando las debidas distancias históricas- no podemos trazar un plano de exactas simetrías? Si –por poner uno de los muchos ejemplos que la historia literaria nos brinda- los señoritos del 27 fundaron sus propias revistas efímeras para poder autopublicarse, este grupo dispone también de sus propias plataformas críticas: en un inicio Lateral, más tarde The Barcelona Review, después Quimera, y, por descontado, el mundo de los blogs –especialmente el de Vicente Luis Mora, aunque cabe destacar también el reciente www.generacionnocilla.blogspot.com-. El equivalente a la “foto de familia” del homenaje a Góngora del 27, o del homenaje a Machado del 50, vendría a ser el Congreso de Narrativa Última NEO3, que organizó el Círculo Lateral en marzo de 2007 -aunque anteriormente había habido un encuentro de nuevos narradores en la Fundación Torrente Ballester en abril de 2004, seguido del Festival Kosmópolis en 2005, el encuentro organizado por el Instituto Cervantes de París en febrero de 2006 y, finalmente, en junio de 2007 tuvo lugar un nuevo encuentro en Sevilla-. Las distintas antologías fundacionales –léase las de Ribas, Castellet, etcétera- presentan su correlato en el primer Almanaque cult-fiction, coordinado por Javier Calvo en 1999, o la citada antología de relatos Golpes, editada por Fernández Porta. No olvidemos el libro fundacional, crucial, que da carta de identidad al grupo –al modo de Poesía española contemporánea, o La Escuela de Barcelona, por poner dos ejemplos en cuanto a la no muy lejana historia de la literatura se refiere-, que en este caso sería Afterpop, aunque también deberíamos incluir los diversos ensayos de Mora, especialmente Singularidades (Bartleby, 2006), y La luz nueva (Berenice, 2007). Lo curioso es que, en el caso de este grupo de narradores, han sido el llamativo título de la novela más exitosa –la afamada Nocilla dream, de Fernández Mallo, que ha obtenido los plácemes de crítica y público-, así como el del ensayo más carismático, Afterpop, los que han acabado denominando al grupo –“generación nocilla” o “generación afterpop”-. No debe sorprendernos: los neologismos o las palabras excéntricas en títulos importantes suelen quedarse grabadas con facilidad en el imaginario colectivo, como también sucedió con los novísimos.
Y así, una vez conocidos, una vez “lanzados al estrellato” como tal grupo, habiendo conseguido por fin su ración de pastel del mercado publicitario y editorial ¿qué es lo que tocaba seguidamente? Lo de siempre, por supuesto. Renegar de la existencia de tal grupo, negar la existencia de generaciones. No seré yo, por supuesto, quien las defienda, bien al contrario, y en mucha menor medida en las últimas décadas, que si por algo se caracterizan es justamente por la diversidad, la transversalidad, la pluralidad y la heterogeneidad de las propuestas artísticas, de tal modo que han llegado a influirse entre sí autores de muy distintas edades y concepciones estéticas. Lo que ocurre es que resulta más que sospechoso que siempre, sin excepción, cuando por fin el grupo consigue hacerse el hueco deseado tanto en el mercado editorial como en los medios de comunicación, a base de batallar por él con esfuerzos ímprobos, de repente sus componentes renieguen de su adscripción al mismo y defiendan su individualidad a ultranza. Se podría argumentar que se trata, al fin y al cabo, de una condición propia del ser humano escritor: ir quemando etapas, madurar, singularizarse, dar los primeros pasos dentro de un grupo y proseguir el camino siguiendo una línea más personal. Lo curioso, no obstante, es que ese punto de inflexión siempre se dé, indefectiblemente, en el momento en el que el individuo logra la fama per se, y raramente antes, o después (un ejemplo muy claro lo tenemos en Valente, quien una vez logra el reconocimiento de modo particular, tratará por todos los medios de desligarse de la generación del 50). Algo análogo sucede en la actualidad con estos escritores. O, al menos, con los más conocidos, los que han firmado para las editoriales más importantes, colaboran en las revistas o suplementos más destacados, y por ello pueden prescindir del abrigo de un grupo. De nuevo, la historia se vuelve a repetir. Como tantas veces.
Pero dejemos estos puntos y pasemos a analizar otros que, por descontado, revisten un interés muchísimo mayor, como son sus presupuestos estéticos. Ya hemos apuntado los defendidos por Fernández Porta en Afterpop, pero ¿cómo se concretan en las obras narrativas de estos autores? Llama la atención la agresividad con que formulan sus iniciativas –no olvidemos el título de la antología de relatos de este último, Golpes-. Así, subraya Javier Calvo que esta generación “es una energía y una actitud, y también un insulto al sistema. Esa es la verdadera diferencia con proyectos literarios anteriores (…) desprecio al mercado, histeria teorizante, provocación, histrionismo y amor por la controversia” (Cultura/s, 12-9-07), para más tarde subrayar su mesianismo y egolatría. Desde luego, audacia y orgullo no les falta: no dejan de autocitarse y darse autobombo entre ellos a poco que se les presenta la ocasión, en claro afán de autodefensa colectiva. Estarán en contra del nombre impuesto desde fuera y del concepto de generación, pero lo cierto es que se desenvuelven como una guarnición dispuesta a todo y contra todos.
Otro de los aspectos medulares, que todos ellos insisten en subrayar, se refiere a la importancia capital de las nuevas tecnologías, el mundo audiovisual, el lenguaje televisivo, las redes virtuales, los iconos de la realidad cinematográfica y publicitaria; es decir, hasta qué punto esos referentes han modificado los símbolos de la realidad vital vigente y condicionan de modo inexorable la nueva manera de plasmar el arte a comienzos del siglo XXI. Sin vuelta atrás. Lo que ocurre es que, a la hora de plasmar esos avances –visuales, auditivos, sensitivos, al fin y al cabo- y expresarlos con recursos literarios –a la postre, los instrumentos de los que no tiene más remedio que valerse el escritor, por mucho que pretenda “insultar al sistema”-, lo cierto es que finalmente el lector avezado se da de bruces con unos textos que, al margen de su calidad literaria –en algunos casos notable-, no pasan de ser una nueva reelaboración de la herencia de las vanguardias. Con la novedad que supone la incorporación de las nuevas tecnologías, por supuesto, pero sin mayores avances estéticos que los meramente argumentales.
Así, esta generación es heredera directa tanto de las vanguardias de principios del XX como de la generación novísima de los años setenta. Los afterpop –como todos los jóvenes contemporáneos suyos- se sienten atraídos por el mundo de la tecnología y por todo el vasto universo de posibilidades que esta les brinda; paralelamente, los vanguardistas se sintieron seducidos por las máquinas, las fábricas, las ciudades, los objetos fruto de los nuevos avances técnicos. De igual modo -como proponía Ortega en La deshumanización del arte y en El arte de la novela-, los vanguardistas abanderaron la intrascendencia del arte, la estética lúdica, el lenguaje paródico, la ironía verbal, la defensa de un estilo autorreferencial, autotélico, una serie de preceptos que son igualmente defendidos por los afterpop, quienes también abanderan los mecanismos conceptuales inherentes a la vanguardia y, siguiendo a Ortega -les guste o no-, dejan de lado la narratividad y el desarrollo en profundidad de los personajes –algunos de ellos, que no todos: componen un grupo demasiado numeroso como para respetar los mismos parámetros formales al alimón- y apuestan por valores como la fragmentariedad del discurso, la multidisciplinariedad y el experimentalismo.
Son postulados que singularizaron la estética de los años veinte y también la de mediados de los sesenta y primeros setenta. En este último caso los narradores y poetas no sólo tendieron puentes hacia las vanguardias históricas españolas –así como hacia los movimientos minoritarios o autores marginales que después de ellas las siguieron enarbolando como enseña estética en el erial realista-, sino que renunciaron a la tradición española anterior a ellos con escasas excepciones, y viraron su punto de mira hacia la literatura americana y europea contemporánea e incluso a los clásicos europeos y de la Antigüedad allende nuestras fronteras. Por no mencionar la atracción hacia las estéticas pop y camp, el jazz, los cómics, la televisión, la publicidad, o por los mitos emergentes de la cultura popular.
Todo ello quedó reflejado en sus textos, mediante el empleo de recursos como la fragmentariedad, el conceptualismo, la mezcla de todo tipo de discursos y voces narrativas, el experimentalismo, el desprecio por la narratividad y la creación de personajes –pero no siempre- en beneficio de la consagración del lenguaje como el protagonista indiscutible… Sin muchas diferencias, o, mejor dicho, con el añadido de los últimos avances tecnológicos en el caso de los afterpop –un añadido que tampoco viene a agregar un enorme avance estético en la calidad de los textos-, las obras de los autores de esta generación, en el fondo, no hacen sino sumarse a la tradición de la ruptura, según definición de Octavio Paz. Si es que se puede hablar de ruptura, algo que, francamente, después de todo lo expuesto, cabe poner bastante en entredicho.
Exponía recientemente Fernández Mallo (Cultura/s, 26-9-07) que una de las bases de la nueva estética es la hibridación de géneros. Indicaba que ese recurso no consistía en un mero retorno a los modelos de los años veinte o sesenta –si bien, a todo esto, cabría puntualizar que la fusión de géneros comenzó a darse en la época romántica y se generalizó en el modernismo-, pero que en la época actual constituye un paradigma distinto: si antes se creaba desde el conocimiento, ahora se hace desde la información. Mora por su lado apunta que se parte de la visualización para llegar, después, a la escritura. A los comentarios de ambos autores se debería añadir: el punto de arranque puede ser distinto, pero ¿el resultado también lo es? Porque será importante el proceso, pero lo realmente significativo es su conclusión.
Pero no me interpreten mal: con toda esta batería de razones si algo no pretendo es demostrar que nos encontramos ante un bluf. No es eso, ni mucho menos. Trato, simplemente, de encuadrar a estos narradores en el lugar que les corresponde, y subrayar que no precisan emplear un talante agresivo, enarbolar banderas tecnológicas o neologismos identitarios para ser mejores escritores. No lo necesitan. Y porque como se descuiden, como se apliquen más en épater y en singularizarse que en preocuparse por escribir bien van a entrar a formar parte, como mucho, de los movimientos literarios, pero no de la Literatura.
Hace tan sólo unos días apareció el dossier “Nuevas tecnologías narrativas” –coordinado por Mora, precisamente- en la revista Quimera (nº 290, enero de 2008). Me llamó especialmente la atención una frase de Ricardo Menéndez Salmón –autor que, aunque se le ha relacionado por edad con este grupo, no comparte preceptos estéticos con ellos-: “hoy el escritor, para derrocar la dictadura de la imagen, debe crear imágenes más poderosas que aquellas captadas por nuestros ojos y por sus prótesis tecnológicas”. Quizá ahí esté el quid, no sólo de la salida hacia delante de estos autores, sino del futuro de la literatura en el siglo XXI, y no me extraña haberla leído en un autor de su exigencia. Porque al fin y al cabo, conceptos y técnicas como los que desgranaba didácticamente Borrás en el artículo sobre lo que denomina “lit(art)ure” y que se incluía en la citada revista no describen más que instrumentos tecnológicos, pero dejan de lado la literatura. No son más que prótesis. A día de hoy, no lo olvidemos, socialmente, estadísticamente, la imagen siempre ganará la batalla a la escritura, el audiovisual aventajará a la palabra. Se pueden aplicar al texto sus recursos para enriquecerlo, pero no para subordinarlo a él, porque el texto siempre habrá de quedar en inferioridad de condiciones. Será preciso, por tanto, para impedir el avance inexorable del mundo audiovisual, para que este no elimine o fagocite al verbal, que crear, con la fuerza del lenguaje como motor principal –sin ortopedias tecnológicas- imágenes escritas inmortales.
Obviamente, Mora, como teórico, estará en desacuerdo conmigo, al menos a tenor de lo que sugiere en La luz nueva: que la realidad actual no puede sustraerse de ser narrada bajo el prisma del nuevo enfoque tecnológico, audiovisual y de los mass media, que aquellos que continúan creando desde los supuestos habituales –a los que él denomina “tardomodernos”, y que son la amplísima mayoría de nuestros narradores-, están francamente demodés, y que, por tanto, se precisa un urgente cambio de rumbo estético que contemple esta nueva realidad palpable socialmente en el ámbito de la creación literaria. La cuestión es: ¿esta mudanza es realmente tan precisa, irreversible y, por otro lado, absolutamente estructural?
Subraya Mora – esta vez con gran acierto-, al principio del citado ensayo La luz nueva, que en la actualidad el ciudadano común dispone de poco tiempo para dedicarle a la lectura, y que en ese tiempo escaso no se le debe procurar literatura de evasión, porque ya se ha evadido suficientemente (?) el resto de la jornada. A esta afirmación de Mora cabría añadir: ¿y no han pensado estos mismos teóricos y narradores, siguiendo el mismo procedimiento lógico, que un ciudadano del siglo XXI, bombardeado hasta la extenuación por los medios de comunicación, la tecnología audiovisual y la publicidad, que ese hipotético lector –notre semblable, notre frère- no está esperando, cuando finalmente se sienta a leer una obra literaria, encontrar –más allá de que en ella puedan reflejarse de manera secundaria los aspectos destacados por Mora o Fernández Porta-, determinados valores, imágenes, conceptos e ideas que los trasciendan, que buceen en la esencia de aquello que, desde el inicio de los tiempos, convierte una obra en universal? Aquello indefinible que le conmocione, le altere por dentro de modo irreversible, golpeándole en el estómago, como quería Kafka.
Llegados a este punto, la estética elegida viene a ser lo de menos. Los versos de César Vallejo –probablemente el mejor poeta hispanoamericano del siglo XX- sacuden al lector con una fuerza similar si son de su primera época, más modernista, como si opta por el vanguardismo o se decanta por la poesía de combate ¿Por qué? No sólo por su aguda exigencia estética constante desde sus inicios, sino porque en ellos aletean los universales humanos: el dolor y la muerte, el ser del hombre, la madre, la divinidad, el tiempo, el amor, el hambre, la angustia, la realidad descoyuntada, la guerra, la dialéctica entre el bien y el mal, la reflexión sobre el lenguaje. Con escasas excepciones, son los argumentos de todas las obras literarias desde Homero hasta la actualidad: la diferencia estriba en la manera de tratar esos temas, cómo logran calar tanto en el ámbito emotivo como en el estético-intelectual del lector. Conjugar ambos es un arte de seducción y de talento que, pretender defender que dependa de la inclusión de una serie de elementos tecnológicos para volverlo más afín a los tiempos que corren me parece francamente baladí. Una obra será estéticamente válida o dejará de serlo independientemente de ello. Nocilla dream, de Agustín Fernández Mallo, es una buena obra, por tanto, independientemente de haber sido escrita siguiendo los cánones de esta corriente. Valga este fragmento como ejemplo, su capítulo 93:
No existe espacio si no existe luz. No es posible pensar el mundo sin pensar la luz (lo dijo Heráclito, lo dijo Einstein, lo dijo el Equipo-A en el capítulo 237, lo dijeron tantos). Y sin embargo dentro de cada cuerpo todo es oscuridad, zonas del Universo a las que la luz jamás tocará, y si lo hace es porque está enfermo o descompuesto. Asusta pensar que existes porque existe en ti esa muerte, esa noche para siempre. Asusta pensar que un PC está más vivo que tú, que adentro es todo luz.

Noemí Montetes-Mairal, Universidad de Barcelona
Artículo aparecido en la revista Paralelo Sur, número 6, en octubre de 2008.

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