El libro de las maravillas, de Fernando Clemot
“Si te acercabas a don Antonio, olía a harina y fogón, y sudaba a todas horas, jadeaba, abría y cerraba el horno a trompicones. Te imaginabas su cuerpo cubierto de diminutas bolitas, mezcla de harina y de sebo”.
Página 29.
“Para quien ha vivido tan poco como yo cualquier pequeño cambio se convierte en un hecho importante”.
Página 60.
“Desde mi rincón de la biblioteca pude reconocer un mundo que se me ocultaba a la vista: las Antillas, los lagos áridos de Mongolia y China, Tombuctú y el Teneré, Macao y los viajes de Serpa Pinto, Scott y Amundsen, Burke y Wills. Plantaciones de adormidera en Afganistán y plagas que oscurecían el cielo, bosques y barrancos, los glaciares del Canadá y los volcanes de la península Antártica”.
Página 66.
Es un inmenso placer ver que un buen libro no es resultado de unas circunstancias excepcionales, sino fruto del talento y del trabajo de un autor que es capaz de volver a repetir su impronta con genialidad en el siguiente. Cuando leí El golfo de los poetas no había oído hablar del escritor Fernando Clemot. El libro me dejó huella y temía que esta novela que caía en mis manos no estuviese a la altura de mi recuerdo. Pero lo está. Y no es precisamente porque lo que contenga sean historias “maravillosas” en tanto que amables, dulces o alegres. Definitivamente no. Este libro de las maravillas, en clara alusión a Marco Polo y sus viajes nos relata varios momentos especiales de personajes que, curiosamente, no son el protagonista, cuya vida se nos escapa entre los dedos, incapaces de asirla más allá de los nombres de sus parejas y los motivos por los que las relaciones se agotaron. El protagonista, curiosamente Sr. C., no tiene historia, él mismo está amargado por haber llegado a su final -tiene una enfermedad terminal- sin una historia digna que contar, sin un “viaje” de importancia. Por eso se transforma de alguna forma en Rustichello de Pisa para escribir y vivir las vidas y los periplos de otros que, además, se encuentran en su misma situación desahuciada, participando así, en alguna medida en ellos, formando parte de lo que nunca pudo hacer, porque quien escucha para luego narrar transforma, subjetiviza y por lo tanto entra en la historia misma.
El valor de Clemot no es poco porque el libro no se identifica por una gran historia de amor entre dos jóvenes, ni por una persecución policíaca, ni por una aventura de búsqueda arqueológica. No hay aquí señuelos sobre los templarios, ni sobre Titanics que se hunden. Las historias que se nos narran son tremendamente humanas, y suenan, por su verosimilitud a hechos reales narrados por amigos y familiares. Todas con un punto de desgarro, dos de ellas con un frío terrible en el que se desenvuelven y las tres con una presencia de la muerte.
La muerte ronda el libro con su elegante figura y su guadaña ensangrentada o lista para ensangrentarse. Bajo todo anciano o adulto hay una gran realidad, un momento de terror y límite que se nos cuenta para dar muestra de su compleja humanidad.
Es cierto que hay, también como telón de fondo, una historia “policíaca” que, por momentos, me recordaba a Los renglones torcidos de Dios por las dudas que planteaba, más a cada paso que se daba, aunque guardando más silencios sobre el estado de coherencia o salud mental en quien la cuenta.
Al elegir como protagonistas a personas cercanas a la muerte, con una vida detrás de ellos, vuelve el autor a escapar a la imperante juventud que todo lo desborda. Los protagonistas fueron jóvenes, vivieron grandes experiencias, pero hoy no lo son, y es su mirada a través de los años la que matiza y sirve de cristal que corrige la vista. Es decir, es su forma de comprender lo que los pasó muchos años atrás lo que resulta tan interesante como los hechos en sí. La violencia de la naturaleza, en el hombre y fuera de él, protagonizan las tres grandes historias que se nos cuentan. Cuando el frío, la ira, la lluvia, se desbordan, ponen a prueba la naturaleza del hombre (entendido, por supuesto, en sentido neutro hombre y mujer, por si es preciso matizarlo).
Por último hablaremos del protagonista. Un hombre que no ha estado cerca de un suceso desbordado antes. Sí alguna tormenta de granizo, sí una llegada dramática a las urgencias de un hospital… pero no una realidad que le haya cambiado la vida, que haya supuesto un antes y un después, y no ligada a un viaje. Es curioso que el protagonista, este Sr. C. esté tan obsesionado con el viaje como experiencia de catarsis. Por eso se convierte en Rustichello, en el hombre que relata los “viajes” de los demás; por eso llena su cuarto de guías y mapas. Pero también porque es el eterno cobarde incapaz de tomar decisiones, de ir hacia adelante y protagonizar su propia historia. Porque su naturaleza no es vivirlas, sino contarlas. Y cuando quiere cambiar su naturaleza, ésta ha llegado a su fin, ha cumplido su destino. ¿Qué maravillas quiso ver y nunca vio? ¿Qué habría sido de su vida más allá de una sucesión de tres historias –o cuatro- sentimentales y unas discusiones maritales? Incluso al final se siente necesitado en gran medida de que le acompañen en ese último viaje que quiere hacer, y le cuesta aceptar que debería hacerlo solo.
Remarcables las reflexiones sobre la memoria y sus mecanismos. (“Me cuesta levantar el velo de las aguas del recuerdo” Página 118; “El recuerdo tiene la energía de Aquiles, salta de una imagen a otra impelido por un motor inaudito […] En la agilidad del recuerdo hay algo de fábula, salta la memoria con botas de siete leguas por encima de cualquier obstáculo, no las detiene ni el viento, sólo buscan la luz de algún recuerdo encendido […]” Página 146; “El hombre no puede aspirar a ser inmortal porque lo acabaría matando el peso de sus recuerdos, nos convertiríamos en seres hieráticos o abatidos […] Página 157).
El libro de las maravillas es una novela –o conjunto coherente de historias muy cohesionadas- triste. Muy triste. Pero real. Verosímil. Tan creíble como emotiva aunque sin sentimentalismos baratos. Su protagonista nos avisa con su propia ausencia de historia que, salvo que queramos ser Rustichellos, deberemos vivir, VIVIR con mayúsculas, tomar nuestras decisiones, echar a correr y tener nuestra propia catarsis. Que nadie nos la cuente… salvo Fernando Clemot.
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